Por cortesía de RecBib, que lo publicó en su Sección "24 horas con..."
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Valentín Salvador Calvo |
No tengo claro si es una suerte o no el decir que en mi trabajo no
hay dos días iguales, a pesar de que las rutinas y las buenas costumbres
son lo que nos aconsejan los médicos. Esa es la situación a la que te
lleva tener un puesto de trabajo en continuo movimiento.
Pero vayamos al grano y relatemos un día cualquiera… por ejemplo, el marcado con la letra F en nuestro calendario de rutas:
07:00 horas. Suena el despertador en la pequeña habitación del
hostal Aguilar en Forcall, Castellón, lejos de la tópica “Plana” en la
que todos piensan cuando se menta el apellido de nuestra provincia, nada
que ver. Con ese sonido tengo el vicio de volver del lejano mundo de
los sueños al mundo real cuatro veces al mes, en ese mismo lugar desde
septiembre de 1987, el resto de las mañanas del mes tengo otras
costumbres. Por suerte la claustrofobia no está entre mis dolencias
habituales, para eso tengo otras, el caso es que bien podría aquejarme
también puesto que llevo metido entre estas cuatro paredes desde las
siete de la tarde pasadas. No es que la habitación no sea cómoda, porque
tener, realmente tiene de todo: televisor, calefacción, un aseo con
ducha y hasta una mesita donde colocar mi ordenador y conectarme al
mundo vía wifi gratuita. En ese aspecto no tengo ninguna queja, porque
después de tantos años ya casi me considero parte de la familia de
Manuel y Rosita, que son los propietarios del hostal. Personas muy
amables y atentas que hacen más llevadera mi estancia es su
establecimiento. Es más, cuando hay algún acontecimiento en la casa
siempre se acuerdan de mí.
07:10 horas (martes). Decido poner los pies en el suelo y ser
consciente de que estoy en el mundo de la gente que, por suerte,
trabaja. En otro tiempo no hubiera necesitado el despertador, puesto que
el jaleo organizado en los pasillos del hostal cada mañana por las
brigadas de trabajadores ya me hubieran advertido de la hora. Por
desgracia eso no ocurre desde hace un par de años y el silencio es casi
absoluto.
07:30 horas. Como este año el verano se alarga más de la cuenta, el
calorcito de la mañana invita a una ducha refrescante, hay tiempo para
ello y también para vestirme tranquilamente mientras escucho las
noticias en la televisión de la habitación. Durante ese tiempo oigo cómo
Rosita abre y cierra la puerta de alguna de las habitaciones contiguas a
la mía, y como en el piso de arriba, que es donde se encuentra la
vivienda de los dueños, también han comenzado con sus tareas diarias, el
movimiento de muebles les delata. Y eso que entre mis males existe una
acusada sordera que, según mi otorrinolaringólogo, se encuentra en el
umbral de lo socialmente aceptable, aunque he de decir que en los
coloquios de los congresos me pierdo algunas cosas. Eso es lo malo, lo
de los coloquios, pero por suerte las ventajas son muchas y entre ellas
está la de no despertarme durante las noches por ruiditos que a otros
exasperan.
08:15 horas. Me decido a salir de la habitación e ir al comedor a
tomar el desayuno. En el pasillo me encuentro con Rosita que asoma desde
alguna habitación a la que ya ha quitado las sábanas de la cama y las
toallas del aseo para llevárselas a lavar. Aquel es un lugar modesto,
sin duda, pero apuesto lo que sea, incluso una paella si el nivel de
reto lo requiere, a que no hay un lugar tan limpio como éste en todo el
país. Pues bien, al encontrarme con Rosita intercambiamos algunas frases
de cortesía, como siempre. Aquella mañana me comenta que ha habido un
par de viajantes que llegaron a última hora de la tarde y ya se han
marchado. También me dice que la temperatura hoy es bastante baja, pero
como está totalmente despejado, seguro que a mediodía pasaré calor en el
bibliobús, sin embargo, en Castellón dicen que ya hace calor a esas
horas.
08:17 horas. Manuel me da los buenos días desde el interior de la
barra del bar. En la parte externa, sentados en las banquetas de madera
están “el terrible” y “el rubio” extendiendo sus manos para saludarme.
El primero de ellos es un hombre menudo que en su vida laboral trabajó
en diversos menesteres, incluso fue pastor de ovejas que, a decir de
otras personas, era una función que desempeñaba con notable maestría y
responsabilidad, cosas ambas importantes que le honran, por supuesto.
Lleva una gorra calada hasta las cejas que le confiere un aspecto algo
huraño que desaparece al pronunciar sus primeras palabras. En la mano
sostiene un vaso alargado cuyo contenido no es lo más recomendable para
agarrar minutos después un volante, sin embargo, la tradición en
aquellos lugares y prácticamente en toda la Comunidad Valenciana, ha
permitido que esa “barretxa”, “calmante”, “desengrasante”, “sol y
sombra”, “petardo”, “cola-cao” o como quiera que se le llame en cada
lugar, haya servido de arranque a los trabajadores matutinos desde
tiempo inmemorial y, claro, cuando lo has hecho durante tantos años ¿por
qué vas a dejar de hacerlo? “El rubio” estaba en la misma postura, pero
a diferencia de su compañero de desayuno, éste, el rubio, es un hombre
recio, fuerte, de voz potente y mandíbulas apretadas que cuando te habla
con su mirada fija y su sonrisa afable te transmite de inmediato la
confianza que recelas del otro en la primera sensación. El rubio toma
leche con cola-cao, como yo haré un momento después de asentir a la
pregunta cotidiana de Manuel: ¿un cola-cao, Valentín?
08:45 horas. Termino la charla con mis compañeros de desayuno y con
Manuel, incluso con algún cliente conocido que también es habitual que a
esas horas se pase por el hostal a tomar la barretxa o un cafecito
caliente y al mismo tiempo poner una puesta en común de las novedades
del día, tanto nacionales, autonómicas como locales, además de algún
chisme que alimente la imaginación llegado el caso.
09:00 horas. Me reúno con mi compañero en el bibliobús, que
normalmente duerme, el bibliobús, en la puerta del hostal. Tenemos
tiempo suficiente porque los niños no comienzan las clases hasta media
hora después. En ese momento compruebo que la temperatura es de 6º
dentro del bibliobús, cosa que contrasta con los cerca de 30 que
tendremos horas después, así que ahora toca abrigarse.
09:05 horas. El motor del bibliobús cobra vida sin titubear, como
siempre, y poco después nos ponemos en movimiento hacia Olocau del Rey,
pisando durante un pequeño tramo la provincia de Teruel.
09:35 horas. Mi compañero aparca el bibliobús frente al colegio,
pongo pie en tierra y entro en el edificio, saludo al maestro, abro la
ventana por la que mi compañero desde el exterior me pasa el cable
eléctrico para conectarnos a la red y coloco la clavija en su lugar. Por
el camino de regreso al bibliobús me encuentro con algunas madres que
han acompañado a sus hijos hasta el aula. Son pocas, porque sólo
acompañan sus mamás a los más pequeños. En cualquier caso, aunque a los
más mayores también les hubieran acompañado sus mamás tampoco hubiera
sido grave, ningún colapso en la puerta porque los cinco alumnos del
colegio no dan para tanto.
10:00 horas. Vienen el maestro y sus cinco pupilos a cambiar el
material que se llevaron quince días antes, en la anterior visita.
Mientras los niños buscan en los cajones y las estanterías de infantiles
algo que les interese, mi compañero y yo conversamos con el maestro.
Como hace poco que comenzaron las clases todavía no hemos tenido tiempo
de intimar demasiado con él, ya que a los maestros que se tienen que
conformar con las plazas del interior se les suele cambiar cada año para
que no les siente mal la tranquila vida en la montaña, aunque siempre
hay masoquillas que repiten, de manera que aprovechamos el tiempo
escuchando las explicaciones que en tantas ocasiones hemos oído de
labios de sus antecesores, pero que siempre introducen alguna novedad
que despierta nuestro interés. En este caso se trata de un chico de
Carlet, una ciudad a unos 35 kilómetros al sur de Valencia, es decir, a
unos 240 de aquí y tres horas con infinidad de curvas, un puerto de
1.200 metros hasta los 1.000 de Olocau. En esta ocasión nos tranquiliza
saber que no es un “maestrillo” recién salido del horno, éste ya calza
espolones de experiencia con algunos años de ejercicio en zonas
próximas, de las vecinas comarcas de Teruel.
Mientras charlamos, sin perder de vista a los niños y niñas, nos visita
una de las madres, Alicia, que por cierto, en su día fue lectora mía del
bibliobús cuando todavía iba a la escuela y, mira por donde, ahora
casada en el pueblo vecino al suyo nos sigue siendo fiel.
11:00 horas. Ya es momento de recoger el cable y los trastos para la
siguiente visita. Nos bajamos a La Mata “de Morella”. Lo pongo entre
comillas porque a ellos, a la gente de La Mata, no les gusta ese
apellido porque, entre otras cosas, supone aceptar la soberanía de la
capital de comarca y les resta autonomía. Sin duda es gente orgullosa
que en su día ostentó el título de renta per cápita más alta de España, o
algo así, de modo que “nobleza obliga”. Además, en España tenemos
quince poblaciones cuyo nombre de pila es La Mata, y de ellas siete sin
apellidos… ¡¡vamos, al lío…!!
11:15 horas. Mi compañero estaciona el bibliobús en la rampa que
existe junto al patio del colegio de La Mata. Mientras él conecta el
cable eléctrico, yo abro los cajones inferiores de los libros
infantiles, que tienen ruedas, y que si no le coloco una silla que
tenemos puede rodar hasta golpear en la parte delantera del habitáculo,
como ya ha ocurrido en alguna ocasión. Incluso una vez lo hizo en marcha
y nos produjo una destroza.
Como es la hora del patio, los niños y las niñas no vienen a cambiar sus
libros hasta que no terminan el bocata y, sobre todo, el disputado
partido de la jornada. En este pueblo tenemos algunos lectores mayores
que no son asiduos, que sólo vienen de vez en cuando. Encarna la
farmacéutica suele venir en cada visita.
12:30 horas. Recogemos nuevamente los trastos y nos dirigimos a
Portell de Morella. Éstos, los de Portell, no tienen inconvenientes con
su apellido, al menos nunca he oído nada al respecto. Este pueblo dista
veintisiete kilómetros de La Mata, pero nos cuesta llegar unos treinta y
cinco minutos por una carretera preciosa y serpenteante que nos eleva
nuevamente hasta los cerca de 1.200 metros de altitud.
13:05 horas. Los niños están saliendo del colegio, las mamás de la
fábrica textil y todo el mundo pasea las calles por algún motivo. En la
parada del bibliobús, no porque esté señalizada ni nada de eso,
simplemente por tradición, nos espera otra Alicia, ésta es la esposa de
nuestro amigo el farmacéutico, “el gran oso pardo” como yo le llamo,
gran micólogo y aficionado a la fotografía y al buen yantar. Alicia
comparte esas aficiones y, además, es una gran lectora. Si por
casualidad nos adelantamos un poco al horario y conseguimos llegar antes
de que lo hagan los niños, solemos mantener entretenidas conversaciones
sobre agricultura y, cómo no, también intentamos arreglar un poco el
país. Al menos en política local, puesto que ella es concejala del
ayuntamiento de Portell.
Llegan los niños y entran, para variar, como elefantes en cacharrería.
Como es hora de comer y las madres les arengan desde el exterior del
bibliobús, aquellos minutos resultan algo caóticos, pero ya estamos
acostumbrados. Luego, claro, llega la calma y retomamos la conversación
con Alicia. También suele pasar de vez en cuando otro concejal, los del
centro de salud y unas chicas rumanas que están afincadas allí desde
hace unos años. Una de ellas es una devoradora de literatura, aunque
desde que dio a luz ha aflojado un poco en la afición, cosa lógica por
otra parte.
Hoy también ha venido un nuevo médico a darse de alta como lector. Está
cubriendo una plaza temporal, así que dentro de poco dejará de venir al
bibliobús. Por casualidades de la vida ese doctor es mi vecino de
habitación en el Hostal, ya le había visto en otras ocasiones y nos
habíamos saludado en los estrechos pasillos, de esos que te tienes que
poner de lado para cruzarte con alguien y, claro está, el saludo y el
intercambio de cuatro palabras es inevitable. El “pero” de esta
circunstancia es que este médico es ruso y no duda en decirlo
inmediatamente para que no haya dudas ni especulaciones. Habla
perfectamente el castellano, sin dejar de resultar llamativo ese marcado
acento en “r” que recuerda los doblajes de las películas. El caso es
que al comentar que somos vecinos de habitación ha comentado que en
Forcall se duerme tranquilo y sin ruidos. Esa afirmación me extraña
sobremanera porque yo suelo roncar mucho. --¡¡Ahhh!!--, dice, esta noche
a las tres de la madrugada me he despertado y la habitación parecía que
temblaba, acompañando sus palabras con un gesto con las manos y un
“broooooo” batiendo labios. Ya me imaginaba, no lo podría haber descrito
mejor. Sorry. Luego añade que no me preocupase por los ronquidos, que
realmente no le molestaban. Un verdadero alivio para mí.
13:50 horas. Ya nos han dejado solos y es hora de volver a recoger
para marcharnos a comer. Durante años hemos parado en el mismo sitio, en
el pueblo vecino que está en nuestra ruta G, la de mañana. Pero hoy no
vamos a ir allí por un detalle que nos molestó: bien es sabido que
cuando se adoptó el euro como moneda en nuestro país fueron muchos los
inconvenientes que tuvimos que soportar los ciudadanos de a pie, sobre
todo el redondeo. Recordamos que un menú normal rondaba las 800 o 900
pesetas en el año 2.002, y ahora a nadie extraña menús de 8 o 9 euros,
que son 1.350 o 1.500 pesetas, pero lo peor es que nuestras dietas y
manutenciones, las que percibimos como compensación, son del siglo
pasado, literalmente hablando. El caso es que el dueño del restaurante
al que solemos ir, un tipo muy agradable por otro lado, decidió subir 50
cts. el menú hace ya algún tiempo, para establecerlo en 9,50 euros.
Justificó que al principio los clientes se quedaban un poco con la vista
perdida, pero luego lo asimilaban bien ¿…? El caso es que debe
considerar que la crisis sólo le ha llegado a él y como contramedida ha
vuelta a subir 50 cts. para redondearlo en 10 euros. Si bien lo miramos,
no se trata de cantidades abusivas respecto a la competencia porque
todos se han subido al mismo carro, pero consideramos una falta de
respeto con la que está cayendo, así que nos vamos a otro sitio.
14:20 horas. Llegamos a Forcall, al hostal, aquí se come también
bien y todavía nos respetan el precio. He de matizar que en esta zona la
calidad de los restaurantes es buena. El caso es que los diecinueve
kilómetros hasta llegar aquí son bastante duros. Nuevamente pasamos un
puerto de unos 1.200 metros para descender por una estrecha y sinuosa
carretera hasta Cinctorres, pasando por La Creu del Xelat (cruz del
helado), en la que una gran cruz rememora la muerte de un cartero que,
en el desempeño de su oficio, murió en aquel lugar en medio de una
tempestad de frío y nieve.
15:10 horas. Damos cuenta de las manzanillas que culminan la comida y
nos ponemos en pie para volver al bibliobús. Nada de alcohol en las
comidas, ni siquiera para acompañar a un cigarrillo o el café, ni una
cosa ni la otra. Lo del tabaco es una cosa que allá cada cual mientras
no me molesten a mí, porque pienso que darse de bruces con el muro está a
disposición de todos y cada uno se debe estrellar en él cuando más le
convenga, así que no voy a ser ni pesado ni paternalista en este tema.
Lo del alcohol es más lógico, puesto que si al cansancio de la
carretera, a la letanía del ronroneo del motor, a los constantes cambios
de presión atmosférica por la altura y al sopor de la comida le sumamos
unos pocos grados de alcohol, el resultado no es lo más conveniente
porque me imagino a mi compañero y a mí durmiendo a pierna suelta a la
sombra de algún roble cercano, seamos serios. Suficiente es que sea yo
quien descabece un sueñecito mientras mi compañero conduce ese tramo de
más de una hora de duración hasta Vallibona pasando por Morella y luego
otro puerto de 1.200 metros y una impresionante bajada de 10 kilómetros
hasta el nivel de los 600. Y no es que mi egoísmo me lleve a no querer
coger el volante en alguna ocasión, pero en esto mi compañero es como el
padre de familia, es decir, aunque la madre y algún hijo tengan carné
de conducir, el que maneja el burro es él. En su momento sugerí esa
posibilidad, la de coger el volante si él estaba cansado, pero a la
tercera negativa dejé de insistir. En el último trayecto casi siempre
vemos alguna cabra montesa en el impresionante paraje de la Tinença de
Benifassà, donde recuerdo una ocasión en la que casualmente nos
encontramos con Jezulín de Ubrique que se lamentaba de no haber podido
--pegá una perdigoná a una p*** cabra--, cuando en la segunda curva, tal
como se sale del pueblo, había todo un rebaño pastando tranquilamente…
cosas…
16:10 horas. Entramos en la plaza de Vallibona donde encontramos a
Jezulín aquella tarde. Aparcamos, conectamos y enseguida llega Ana a
cambiar el material de lectura. Mientras atendemos a Ana llegan dos
mujeres más que son lectoras temporeras, de aquellas que pasan el verano
en el pueblo y cuando el frío aprieta emigran a zonas más cálidas. Yo
que pudiera. Sin tiempo para un respiro llega Manolet, como le llama
todo el mundo, y damos comienzo a la tertulia, que en este caso inicia
mi compañero sacando el tema del senderismo del que Manolet es gran
conocedor, sobre todo de la zona del Maestrazgo castellonense. Puede dar
detalles de masos (masías), barrancos, pistas y todo tipo de datos que
ni siquiera aparecen en los libros sobre el tema. Como podréis imaginar,
el tiempo nos pasa volando.
Poco después llega Tere con sus revistas de decoración y sus libros, ah,
y también con sus prisas porque al ser la regente del hotel del pueblo
le sabe mal dejar solos a los cuatro abueletes que están dándole a la
partida… ¿y si les da por pedirle la manzanilla justo cuando ella ha
salido al bibliobús? Pues nada, Tere, no te hacemos esperar, sólo,
cuéntanos cómo ha ido el tema de clientes en estos días pasados. Así que
Tere, con una rápida explicación sin entrar en detalles nos pone al
día, aunque con la expresión de la cara y las primeras palabras al
comenzar con los escuetos detalles sería suficiente: --ah, bien,
bien…--, o, --ufff, mal, muy mal--.
Llega Barranc (barranco), que no es lector pero siempre se acerca a la
puerta del bibliobús para saludar. Antes incluso subía con nosotros,
pero desde que le dijimos que en el bibliobús no se puede fumar limitó
la visita a un saludo desde la calle. A Barranc lo tenemos inmortalizado
en nuestro calendario de 2009 junto al bibliobús, porque es el
pregonero oficial del pueblo. Para la fotografía se puso el traje de
gala y con corneta en mano hizo lo propio, soplar, todo un detalle.
Buena gente…
17:15 horas. Ya hemos terminado el tiempo de estancia y hay que
recoger. Todavía tenemos que subir nuevamente al nivel de los 1.200
metros y luego llegar a Forcall que está sobre los 700. En invierno se
nos hace de noche subiendo la interminable cuesta que serpentea hasta lo
más alto. Hay días, pocos, que ni siquiera bajamos hasta el pueblo
porque la nieve de la carretera y la inminente helada al caer la tarde
lo desaconsejan. Es un paisaje muy bonito, creo que el más bonito de
todas las rutas que hacemos, incluso la gente del pueblo es agradable y
acogedora, sin desmerecer para nada la de otros pueblos, que sin duda es
de lo más agradecido del trabajo. En Vallibona nos dejó Margarita
tiempo atrás. Esta mujer era un personaje peculiar que durante años nos
proporcionaba la llave del consultorio médico, que está en la plaza,
para poder conectar el cable eléctrico y también del teléfono. Recuerdo
una vez, a finales de los 80, que hacía poco que me había casado y
Margarita me preguntó que por qué no tenía hijos todavía, a lo que yo le
contesté que sencillamente era porque no sabía hacerlos. Los detalles
de la explicación que me dio sobre como tenerlos no tiene desperdicio, a
pesar de su sencillez, no en vano ella tuvo nueve.
18:30 horas. Llegamos a la puerta del hostal con los oídos zumbando y
como si nos hubieran dado una paliza, por eso le llamo etapa reina a la
ruta de hoy. Aparcamos el bibliobús en la puerta y nuevamente a la
habitación. Me despido de mi compañero hasta las nueve del día
siguiente. Yo entro en la habitación, cierro la puerta y dejo los
trastos sobre la mesa. Como hace buen tiempo y el día es todavía largo
voy a salir a pasear por los alrededores. Con media hora es suficiente,
pero si encuentro algo interesante puedo prolongarlo más. Sólo encuentro
a un pastor que regresa con su rebaño de ovejas apurando el día.
Normalmente lo veo de lejos, pero hoy he coincidido con él en un cruce
de caminos y tengo oportunidad de conversar un poco. Minutos después
seguimos cada uno por nuestro camino con nuestras respectivas
cavilaciones. A pesar de la soledad el sitio me gusta. No me considero
urbanita, todo lo contrario, así que encontrarme solo en medio del campo
y los montes y ver animales salvajes de vez en cuando, me resulta
agradable. Lástima que eso no lo pueda disfrutar la mayor parte de la
temporada del trabajo, así que en esos momentos hay que conformarse con
las cuatro paredes y el calor de la estufa.
19:30 horas. Entro en la habitación para no salir ya hasta la mañana
siguiente, ni siquiera para cenar puesto que al no haber gente alojada
tampoco abren el restaurante por la noche. Eso no supone ningún
contratiempo para mí, con un poco de fruta tengo suficiente. En otro
tiempo no era así. Las tardes de los lunes y los martes siempre había
alguien con quien jugar una partida de frontenis en el polideportivo
cubierto que está a escasos doscientos metros del hostal o hacer una
excursión o montar en bicicleta por inverosímiles caminos cuando llegaba
la primavera. Ahora ya no hay partidas ni gente ni ganas, casi ni
primavera. Pero lo que siento es que tampoco existan ya cenas que
invariablemente celebrábamos cada martes, coincidiendo con la visita del
bibliobús a la comarca, en la que nos dábamos cita todos los exiliados
de la zona: maestros, farmacéuticos, veterinarios, médicos y ats,
psicopedagogos, viajantes, curas, abonados del lugar y yo, en tiempos en
los que ejercía de hombre orquesta en el bibliobús. Incluso, de vez en
cuando hacíamos un sitio a alguien que llegado al hostal considerábamos
que podía dar juego en nuestras cenas, aunque no les conociéramos de
nada cualquier timidez se disolvía en el primer vaso de vino. Fueron
varios años de cenas memorables que desde dentro lo pasamos estupendo y
desde fuera dieron lugar a historias inverosímiles de las que poco a
poco me voy enterando ahora, a toro pasado. Sin duda exageradas muchas
de ellas, por no decir falsas, pero puesto que son parte de una leyenda
en la que yo soy un actor y no me perjudica para nada, ¿para qué
negarlo?
Hoy estoy encerrado en el hostal con algo de trabajo relacionado con el
bibliobús, a ver si esta vez va en serio lo de comprar una segunda
unidad y crecemos. No estaría mal, llevo desde 1987 esperando que eso
ocurra y me he quedado varias veces con la miel en los labios.
21:30 horas. He terminado lo que tenía que hacer, ahora voy a llamar
por teléfono a la familia que seguramente estarán cenando. En cuanto
termine la conversación sacaré las dos manzanas que tengo para esta
noche y me las comeré viendo una película en el ordenador, que no tienen
anuncios publicitarios. Bien pensado, ahora que también cuento con la
posibilidad de conectar con Internet desde la habitación, no estaría mal
llevar a cabo una “video-cena”, más que nada por aquello de cenar en
compañía, que todo el mundo sabe que de ese modo la comida sienta mejor.
Descargaré el programa Skype y ya está.
22:00 horas. Estoy viendo El amor en los tiempos del cólera con
Bardem como protagonista. No he leído la novela, pero he leído otras de
García Márquez y creo que promete. Me coloco los cascos y me acomodo en
la butaca del recibidor que meto en la habitación para soportar mejor
las horas frente al ordenador. Años atrás ya la usé, la butaca, para
machacar horas y horas de estudio hasta terminar la licenciatura, de
algo sirvió el declive de las cenas de los martes. Ahora me he propuesto
estudiar inglés con un programa de esos en los que hasta los más torpes
puedes aprender ¿por qué no? Desde luego, por falta de tiempo no será.
24:00 horas. Ha terminado la película y, sinceramente, me ha
encantado, la recomiendo. Ahora a dormir, intentando que el médico ruso
que duerme en la habitación de al lado no se despierte con mis
ronquidos, pero es involuntario. Hace mucho rato que no le oigo, ni a él
ni ningún otro ruido, ni coches, ni nada. Los de arriba ya deben estar
durmiendo. Me pongo el pijama, me meto en la cama, programo el
despertador y apago la luz. Confío que las preocupaciones no retrasen
demasiado mi paseo de siete horas por el mundo de los sueños… ¿qué haría
sin ellos?