Por cortesía de RecBib, que lo publicó en su Sección "24 horas con..."
No tengo claro si es una suerte o no el decir que en mi trabajo no
hay dos días iguales, a pesar de que las rutinas y las buenas costumbres
son lo que nos aconsejan los médicos. Esa es la situación a la que te
lleva tener un puesto de trabajo en continuo movimiento.
Valentín Salvador Calvo |
Pero vayamos al grano y relatemos un día cualquiera… por ejemplo, el marcado con la letra F en nuestro calendario de rutas:
07:00 horas. Suena el despertador en la pequeña habitación del hostal Aguilar en Forcall, Castellón, lejos de la tópica “Plana” en la que todos piensan cuando se menta el apellido de nuestra provincia, nada que ver. Con ese sonido tengo el vicio de volver del lejano mundo de los sueños al mundo real cuatro veces al mes, en ese mismo lugar desde septiembre de 1987, el resto de las mañanas del mes tengo otras costumbres. Por suerte la claustrofobia no está entre mis dolencias habituales, para eso tengo otras, el caso es que bien podría aquejarme también puesto que llevo metido entre estas cuatro paredes desde las siete de la tarde pasadas. No es que la habitación no sea cómoda, porque tener, realmente tiene de todo: televisor, calefacción, un aseo con ducha y hasta una mesita donde colocar mi ordenador y conectarme al mundo vía wifi gratuita. En ese aspecto no tengo ninguna queja, porque después de tantos años ya casi me considero parte de la familia de Manuel y Rosita, que son los propietarios del hostal. Personas muy amables y atentas que hacen más llevadera mi estancia es su establecimiento. Es más, cuando hay algún acontecimiento en la casa siempre se acuerdan de mí.
07:10 horas (martes). Decido poner los pies en el suelo y ser consciente de que estoy en el mundo de la gente que, por suerte, trabaja. En otro tiempo no hubiera necesitado el despertador, puesto que el jaleo organizado en los pasillos del hostal cada mañana por las brigadas de trabajadores ya me hubieran advertido de la hora. Por desgracia eso no ocurre desde hace un par de años y el silencio es casi absoluto.
07:30 horas. Como este año el verano se alarga más de la cuenta, el calorcito de la mañana invita a una ducha refrescante, hay tiempo para ello y también para vestirme tranquilamente mientras escucho las noticias en la televisión de la habitación. Durante ese tiempo oigo cómo Rosita abre y cierra la puerta de alguna de las habitaciones contiguas a la mía, y como en el piso de arriba, que es donde se encuentra la vivienda de los dueños, también han comenzado con sus tareas diarias, el movimiento de muebles les delata. Y eso que entre mis males existe una acusada sordera que, según mi otorrinolaringólogo, se encuentra en el umbral de lo socialmente aceptable, aunque he de decir que en los coloquios de los congresos me pierdo algunas cosas. Eso es lo malo, lo de los coloquios, pero por suerte las ventajas son muchas y entre ellas está la de no despertarme durante las noches por ruiditos que a otros exasperan.
08:15 horas. Me decido a salir de la habitación e ir al comedor a tomar el desayuno. En el pasillo me encuentro con Rosita que asoma desde alguna habitación a la que ya ha quitado las sábanas de la cama y las toallas del aseo para llevárselas a lavar. Aquel es un lugar modesto, sin duda, pero apuesto lo que sea, incluso una paella si el nivel de reto lo requiere, a que no hay un lugar tan limpio como éste en todo el país. Pues bien, al encontrarme con Rosita intercambiamos algunas frases de cortesía, como siempre. Aquella mañana me comenta que ha habido un par de viajantes que llegaron a última hora de la tarde y ya se han marchado. También me dice que la temperatura hoy es bastante baja, pero como está totalmente despejado, seguro que a mediodía pasaré calor en el bibliobús, sin embargo, en Castellón dicen que ya hace calor a esas horas.
08:17 horas. Manuel me da los buenos días desde el interior de la barra del bar. En la parte externa, sentados en las banquetas de madera están “el terrible” y “el rubio” extendiendo sus manos para saludarme. El primero de ellos es un hombre menudo que en su vida laboral trabajó en diversos menesteres, incluso fue pastor de ovejas que, a decir de otras personas, era una función que desempeñaba con notable maestría y responsabilidad, cosas ambas importantes que le honran, por supuesto. Lleva una gorra calada hasta las cejas que le confiere un aspecto algo huraño que desaparece al pronunciar sus primeras palabras. En la mano sostiene un vaso alargado cuyo contenido no es lo más recomendable para agarrar minutos después un volante, sin embargo, la tradición en aquellos lugares y prácticamente en toda la Comunidad Valenciana, ha permitido que esa “barretxa”, “calmante”, “desengrasante”, “sol y sombra”, “petardo”, “cola-cao” o como quiera que se le llame en cada lugar, haya servido de arranque a los trabajadores matutinos desde tiempo inmemorial y, claro, cuando lo has hecho durante tantos años ¿por qué vas a dejar de hacerlo? “El rubio” estaba en la misma postura, pero a diferencia de su compañero de desayuno, éste, el rubio, es un hombre recio, fuerte, de voz potente y mandíbulas apretadas que cuando te habla con su mirada fija y su sonrisa afable te transmite de inmediato la confianza que recelas del otro en la primera sensación. El rubio toma leche con cola-cao, como yo haré un momento después de asentir a la pregunta cotidiana de Manuel: ¿un cola-cao, Valentín?
08:45 horas. Termino la charla con mis compañeros de desayuno y con Manuel, incluso con algún cliente conocido que también es habitual que a esas horas se pase por el hostal a tomar la barretxa o un cafecito caliente y al mismo tiempo poner una puesta en común de las novedades del día, tanto nacionales, autonómicas como locales, además de algún chisme que alimente la imaginación llegado el caso.
09:00 horas. Me reúno con mi compañero en el bibliobús, que normalmente duerme, el bibliobús, en la puerta del hostal. Tenemos tiempo suficiente porque los niños no comienzan las clases hasta media hora después. En ese momento compruebo que la temperatura es de 6º dentro del bibliobús, cosa que contrasta con los cerca de 30 que tendremos horas después, así que ahora toca abrigarse.
09:05 horas. El motor del bibliobús cobra vida sin titubear, como siempre, y poco después nos ponemos en movimiento hacia Olocau del Rey, pisando durante un pequeño tramo la provincia de Teruel.
09:35 horas. Mi compañero aparca el bibliobús frente al colegio, pongo pie en tierra y entro en el edificio, saludo al maestro, abro la ventana por la que mi compañero desde el exterior me pasa el cable eléctrico para conectarnos a la red y coloco la clavija en su lugar. Por el camino de regreso al bibliobús me encuentro con algunas madres que han acompañado a sus hijos hasta el aula. Son pocas, porque sólo acompañan sus mamás a los más pequeños. En cualquier caso, aunque a los más mayores también les hubieran acompañado sus mamás tampoco hubiera sido grave, ningún colapso en la puerta porque los cinco alumnos del colegio no dan para tanto.
10:00 horas. Vienen el maestro y sus cinco pupilos a cambiar el material que se llevaron quince días antes, en la anterior visita. Mientras los niños buscan en los cajones y las estanterías de infantiles algo que les interese, mi compañero y yo conversamos con el maestro. Como hace poco que comenzaron las clases todavía no hemos tenido tiempo de intimar demasiado con él, ya que a los maestros que se tienen que conformar con las plazas del interior se les suele cambiar cada año para que no les siente mal la tranquila vida en la montaña, aunque siempre hay masoquillas que repiten, de manera que aprovechamos el tiempo escuchando las explicaciones que en tantas ocasiones hemos oído de labios de sus antecesores, pero que siempre introducen alguna novedad que despierta nuestro interés. En este caso se trata de un chico de Carlet, una ciudad a unos 35 kilómetros al sur de Valencia, es decir, a unos 240 de aquí y tres horas con infinidad de curvas, un puerto de 1.200 metros hasta los 1.000 de Olocau. En esta ocasión nos tranquiliza saber que no es un “maestrillo” recién salido del horno, éste ya calza espolones de experiencia con algunos años de ejercicio en zonas próximas, de las vecinas comarcas de Teruel.
Mientras charlamos, sin perder de vista a los niños y niñas, nos visita
una de las madres, Alicia, que por cierto, en su día fue lectora mía del
bibliobús cuando todavía iba a la escuela y, mira por donde, ahora
casada en el pueblo vecino al suyo nos sigue siendo fiel.
11:00 horas. Ya es momento de recoger el cable y los trastos para la siguiente visita. Nos bajamos a La Mata “de Morella”. Lo pongo entre comillas porque a ellos, a la gente de La Mata, no les gusta ese apellido porque, entre otras cosas, supone aceptar la soberanía de la capital de comarca y les resta autonomía. Sin duda es gente orgullosa que en su día ostentó el título de renta per cápita más alta de España, o algo así, de modo que “nobleza obliga”. Además, en España tenemos quince poblaciones cuyo nombre de pila es La Mata, y de ellas siete sin apellidos… ¡¡vamos, al lío…!!
11:15 horas. Mi compañero estaciona el bibliobús en la rampa que existe junto al patio del colegio de La Mata. Mientras él conecta el cable eléctrico, yo abro los cajones inferiores de los libros infantiles, que tienen ruedas, y que si no le coloco una silla que tenemos puede rodar hasta golpear en la parte delantera del habitáculo, como ya ha ocurrido en alguna ocasión. Incluso una vez lo hizo en marcha y nos produjo una destroza.
Como es la hora del patio, los niños y las niñas no vienen a cambiar sus
libros hasta que no terminan el bocata y, sobre todo, el disputado
partido de la jornada. En este pueblo tenemos algunos lectores mayores
que no son asiduos, que sólo vienen de vez en cuando. Encarna la
farmacéutica suele venir en cada visita.
12:30 horas. Recogemos nuevamente los trastos y nos dirigimos a Portell de Morella. Éstos, los de Portell, no tienen inconvenientes con su apellido, al menos nunca he oído nada al respecto. Este pueblo dista veintisiete kilómetros de La Mata, pero nos cuesta llegar unos treinta y cinco minutos por una carretera preciosa y serpenteante que nos eleva nuevamente hasta los cerca de 1.200 metros de altitud.
13:05 horas. Los niños están saliendo del colegio, las mamás de la fábrica textil y todo el mundo pasea las calles por algún motivo. En la parada del bibliobús, no porque esté señalizada ni nada de eso, simplemente por tradición, nos espera otra Alicia, ésta es la esposa de nuestro amigo el farmacéutico, “el gran oso pardo” como yo le llamo, gran micólogo y aficionado a la fotografía y al buen yantar. Alicia comparte esas aficiones y, además, es una gran lectora. Si por casualidad nos adelantamos un poco al horario y conseguimos llegar antes de que lo hagan los niños, solemos mantener entretenidas conversaciones sobre agricultura y, cómo no, también intentamos arreglar un poco el país. Al menos en política local, puesto que ella es concejala del ayuntamiento de Portell.
Llegan los niños y entran, para variar, como elefantes en cacharrería.
Como es hora de comer y las madres les arengan desde el exterior del
bibliobús, aquellos minutos resultan algo caóticos, pero ya estamos
acostumbrados. Luego, claro, llega la calma y retomamos la conversación
con Alicia. También suele pasar de vez en cuando otro concejal, los del
centro de salud y unas chicas rumanas que están afincadas allí desde
hace unos años. Una de ellas es una devoradora de literatura, aunque
desde que dio a luz ha aflojado un poco en la afición, cosa lógica por
otra parte.
Hoy también ha venido un nuevo médico a darse de alta como lector. Está
cubriendo una plaza temporal, así que dentro de poco dejará de venir al
bibliobús. Por casualidades de la vida ese doctor es mi vecino de
habitación en el Hostal, ya le había visto en otras ocasiones y nos
habíamos saludado en los estrechos pasillos, de esos que te tienes que
poner de lado para cruzarte con alguien y, claro está, el saludo y el
intercambio de cuatro palabras es inevitable. El “pero” de esta
circunstancia es que este médico es ruso y no duda en decirlo
inmediatamente para que no haya dudas ni especulaciones. Habla
perfectamente el castellano, sin dejar de resultar llamativo ese marcado
acento en “r” que recuerda los doblajes de las películas. El caso es
que al comentar que somos vecinos de habitación ha comentado que en
Forcall se duerme tranquilo y sin ruidos. Esa afirmación me extraña
sobremanera porque yo suelo roncar mucho. --¡¡Ahhh!!--, dice, esta noche
a las tres de la madrugada me he despertado y la habitación parecía que
temblaba, acompañando sus palabras con un gesto con las manos y un
“broooooo” batiendo labios. Ya me imaginaba, no lo podría haber descrito
mejor. Sorry. Luego añade que no me preocupase por los ronquidos, que
realmente no le molestaban. Un verdadero alivio para mí.
13:50 horas. Ya nos han dejado solos y es hora de volver a recoger para marcharnos a comer. Durante años hemos parado en el mismo sitio, en el pueblo vecino que está en nuestra ruta G, la de mañana. Pero hoy no vamos a ir allí por un detalle que nos molestó: bien es sabido que cuando se adoptó el euro como moneda en nuestro país fueron muchos los inconvenientes que tuvimos que soportar los ciudadanos de a pie, sobre todo el redondeo. Recordamos que un menú normal rondaba las 800 o 900 pesetas en el año 2.002, y ahora a nadie extraña menús de 8 o 9 euros, que son 1.350 o 1.500 pesetas, pero lo peor es que nuestras dietas y manutenciones, las que percibimos como compensación, son del siglo pasado, literalmente hablando. El caso es que el dueño del restaurante al que solemos ir, un tipo muy agradable por otro lado, decidió subir 50 cts. el menú hace ya algún tiempo, para establecerlo en 9,50 euros. Justificó que al principio los clientes se quedaban un poco con la vista perdida, pero luego lo asimilaban bien ¿…? El caso es que debe considerar que la crisis sólo le ha llegado a él y como contramedida ha vuelta a subir 50 cts. para redondearlo en 10 euros. Si bien lo miramos, no se trata de cantidades abusivas respecto a la competencia porque todos se han subido al mismo carro, pero consideramos una falta de respeto con la que está cayendo, así que nos vamos a otro sitio.
14:20 horas. Llegamos a Forcall, al hostal, aquí se come también bien y todavía nos respetan el precio. He de matizar que en esta zona la calidad de los restaurantes es buena. El caso es que los diecinueve kilómetros hasta llegar aquí son bastante duros. Nuevamente pasamos un puerto de unos 1.200 metros para descender por una estrecha y sinuosa carretera hasta Cinctorres, pasando por La Creu del Xelat (cruz del helado), en la que una gran cruz rememora la muerte de un cartero que, en el desempeño de su oficio, murió en aquel lugar en medio de una tempestad de frío y nieve.
15:10 horas. Damos cuenta de las manzanillas que culminan la comida y nos ponemos en pie para volver al bibliobús. Nada de alcohol en las comidas, ni siquiera para acompañar a un cigarrillo o el café, ni una cosa ni la otra. Lo del tabaco es una cosa que allá cada cual mientras no me molesten a mí, porque pienso que darse de bruces con el muro está a disposición de todos y cada uno se debe estrellar en él cuando más le convenga, así que no voy a ser ni pesado ni paternalista en este tema. Lo del alcohol es más lógico, puesto que si al cansancio de la carretera, a la letanía del ronroneo del motor, a los constantes cambios de presión atmosférica por la altura y al sopor de la comida le sumamos unos pocos grados de alcohol, el resultado no es lo más conveniente porque me imagino a mi compañero y a mí durmiendo a pierna suelta a la sombra de algún roble cercano, seamos serios. Suficiente es que sea yo quien descabece un sueñecito mientras mi compañero conduce ese tramo de más de una hora de duración hasta Vallibona pasando por Morella y luego otro puerto de 1.200 metros y una impresionante bajada de 10 kilómetros hasta el nivel de los 600. Y no es que mi egoísmo me lleve a no querer coger el volante en alguna ocasión, pero en esto mi compañero es como el padre de familia, es decir, aunque la madre y algún hijo tengan carné de conducir, el que maneja el burro es él. En su momento sugerí esa posibilidad, la de coger el volante si él estaba cansado, pero a la tercera negativa dejé de insistir. En el último trayecto casi siempre vemos alguna cabra montesa en el impresionante paraje de la Tinença de Benifassà, donde recuerdo una ocasión en la que casualmente nos encontramos con Jezulín de Ubrique que se lamentaba de no haber podido --pegá una perdigoná a una p*** cabra--, cuando en la segunda curva, tal como se sale del pueblo, había todo un rebaño pastando tranquilamente… cosas…
16:10 horas. Entramos en la plaza de Vallibona donde encontramos a Jezulín aquella tarde. Aparcamos, conectamos y enseguida llega Ana a cambiar el material de lectura. Mientras atendemos a Ana llegan dos mujeres más que son lectoras temporeras, de aquellas que pasan el verano en el pueblo y cuando el frío aprieta emigran a zonas más cálidas. Yo que pudiera. Sin tiempo para un respiro llega Manolet, como le llama todo el mundo, y damos comienzo a la tertulia, que en este caso inicia mi compañero sacando el tema del senderismo del que Manolet es gran conocedor, sobre todo de la zona del Maestrazgo castellonense. Puede dar detalles de masos (masías), barrancos, pistas y todo tipo de datos que ni siquiera aparecen en los libros sobre el tema. Como podréis imaginar, el tiempo nos pasa volando.
Poco después llega Tere con sus revistas de decoración y sus libros, ah,
y también con sus prisas porque al ser la regente del hotel del pueblo
le sabe mal dejar solos a los cuatro abueletes que están dándole a la
partida… ¿y si les da por pedirle la manzanilla justo cuando ella ha
salido al bibliobús? Pues nada, Tere, no te hacemos esperar, sólo,
cuéntanos cómo ha ido el tema de clientes en estos días pasados. Así que
Tere, con una rápida explicación sin entrar en detalles nos pone al
día, aunque con la expresión de la cara y las primeras palabras al
comenzar con los escuetos detalles sería suficiente: --ah, bien,
bien…--, o, --ufff, mal, muy mal--.
Llega Barranc (barranco), que no es lector pero siempre se acerca a la
puerta del bibliobús para saludar. Antes incluso subía con nosotros,
pero desde que le dijimos que en el bibliobús no se puede fumar limitó
la visita a un saludo desde la calle. A Barranc lo tenemos inmortalizado
en nuestro calendario de 2009 junto al bibliobús, porque es el
pregonero oficial del pueblo. Para la fotografía se puso el traje de
gala y con corneta en mano hizo lo propio, soplar, todo un detalle.
Buena gente…
17:15 horas. Ya hemos terminado el tiempo de estancia y hay que recoger. Todavía tenemos que subir nuevamente al nivel de los 1.200 metros y luego llegar a Forcall que está sobre los 700. En invierno se nos hace de noche subiendo la interminable cuesta que serpentea hasta lo más alto. Hay días, pocos, que ni siquiera bajamos hasta el pueblo porque la nieve de la carretera y la inminente helada al caer la tarde lo desaconsejan. Es un paisaje muy bonito, creo que el más bonito de todas las rutas que hacemos, incluso la gente del pueblo es agradable y acogedora, sin desmerecer para nada la de otros pueblos, que sin duda es de lo más agradecido del trabajo. En Vallibona nos dejó Margarita tiempo atrás. Esta mujer era un personaje peculiar que durante años nos proporcionaba la llave del consultorio médico, que está en la plaza, para poder conectar el cable eléctrico y también del teléfono. Recuerdo una vez, a finales de los 80, que hacía poco que me había casado y Margarita me preguntó que por qué no tenía hijos todavía, a lo que yo le contesté que sencillamente era porque no sabía hacerlos. Los detalles de la explicación que me dio sobre como tenerlos no tiene desperdicio, a pesar de su sencillez, no en vano ella tuvo nueve.
18:30 horas. Llegamos a la puerta del hostal con los oídos zumbando y como si nos hubieran dado una paliza, por eso le llamo etapa reina a la ruta de hoy. Aparcamos el bibliobús en la puerta y nuevamente a la habitación. Me despido de mi compañero hasta las nueve del día siguiente. Yo entro en la habitación, cierro la puerta y dejo los trastos sobre la mesa. Como hace buen tiempo y el día es todavía largo voy a salir a pasear por los alrededores. Con media hora es suficiente, pero si encuentro algo interesante puedo prolongarlo más. Sólo encuentro a un pastor que regresa con su rebaño de ovejas apurando el día. Normalmente lo veo de lejos, pero hoy he coincidido con él en un cruce de caminos y tengo oportunidad de conversar un poco. Minutos después seguimos cada uno por nuestro camino con nuestras respectivas cavilaciones. A pesar de la soledad el sitio me gusta. No me considero urbanita, todo lo contrario, así que encontrarme solo en medio del campo y los montes y ver animales salvajes de vez en cuando, me resulta agradable. Lástima que eso no lo pueda disfrutar la mayor parte de la temporada del trabajo, así que en esos momentos hay que conformarse con las cuatro paredes y el calor de la estufa.
19:30 horas. Entro en la habitación para no salir ya hasta la mañana siguiente, ni siquiera para cenar puesto que al no haber gente alojada tampoco abren el restaurante por la noche. Eso no supone ningún contratiempo para mí, con un poco de fruta tengo suficiente. En otro tiempo no era así. Las tardes de los lunes y los martes siempre había alguien con quien jugar una partida de frontenis en el polideportivo cubierto que está a escasos doscientos metros del hostal o hacer una excursión o montar en bicicleta por inverosímiles caminos cuando llegaba la primavera. Ahora ya no hay partidas ni gente ni ganas, casi ni primavera. Pero lo que siento es que tampoco existan ya cenas que invariablemente celebrábamos cada martes, coincidiendo con la visita del bibliobús a la comarca, en la que nos dábamos cita todos los exiliados de la zona: maestros, farmacéuticos, veterinarios, médicos y ats, psicopedagogos, viajantes, curas, abonados del lugar y yo, en tiempos en los que ejercía de hombre orquesta en el bibliobús. Incluso, de vez en cuando hacíamos un sitio a alguien que llegado al hostal considerábamos que podía dar juego en nuestras cenas, aunque no les conociéramos de nada cualquier timidez se disolvía en el primer vaso de vino. Fueron varios años de cenas memorables que desde dentro lo pasamos estupendo y desde fuera dieron lugar a historias inverosímiles de las que poco a poco me voy enterando ahora, a toro pasado. Sin duda exageradas muchas de ellas, por no decir falsas, pero puesto que son parte de una leyenda en la que yo soy un actor y no me perjudica para nada, ¿para qué negarlo?
Hoy estoy encerrado en el hostal con algo de trabajo relacionado con el
bibliobús, a ver si esta vez va en serio lo de comprar una segunda
unidad y crecemos. No estaría mal, llevo desde 1987 esperando que eso
ocurra y me he quedado varias veces con la miel en los labios.
21:30 horas. He terminado lo que tenía que hacer, ahora voy a llamar por teléfono a la familia que seguramente estarán cenando. En cuanto termine la conversación sacaré las dos manzanas que tengo para esta noche y me las comeré viendo una película en el ordenador, que no tienen anuncios publicitarios. Bien pensado, ahora que también cuento con la posibilidad de conectar con Internet desde la habitación, no estaría mal llevar a cabo una “video-cena”, más que nada por aquello de cenar en compañía, que todo el mundo sabe que de ese modo la comida sienta mejor. Descargaré el programa Skype y ya está.
22:00 horas. Estoy viendo El amor en los tiempos del cólera con Bardem como protagonista. No he leído la novela, pero he leído otras de García Márquez y creo que promete. Me coloco los cascos y me acomodo en la butaca del recibidor que meto en la habitación para soportar mejor las horas frente al ordenador. Años atrás ya la usé, la butaca, para machacar horas y horas de estudio hasta terminar la licenciatura, de algo sirvió el declive de las cenas de los martes. Ahora me he propuesto estudiar inglés con un programa de esos en los que hasta los más torpes puedes aprender ¿por qué no? Desde luego, por falta de tiempo no será.
24:00 horas. Ha terminado la película y, sinceramente, me ha encantado, la recomiendo. Ahora a dormir, intentando que el médico ruso que duerme en la habitación de al lado no se despierte con mis ronquidos, pero es involuntario. Hace mucho rato que no le oigo, ni a él ni ningún otro ruido, ni coches, ni nada. Los de arriba ya deben estar durmiendo. Me pongo el pijama, me meto en la cama, programo el despertador y apago la luz. Confío que las preocupaciones no retrasen demasiado mi paseo de siete horas por el mundo de los sueños… ¿qué haría sin ellos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario